Bueno, pues tenemos que ha transcurrido el año que parecía una eternidad, el año que en los últimos instantes parecía que estaba acabando conmigo al no querer pasar el tiempo y al sentirme cada día más usada y disgustada por eso. Pero al final de cuentas ya paso, y aquí estoy de nuevo, en una etapa de no se que sigue, no se que hacer, no se que hago, y siento que no tengo nada, pero en fin paso el año de mi vida que se veía venir pasar, que no tenía para cuando venir, que llego, que paso rápido en unos instantes, tan lento y hasta aletargado en otros que se volvía insoportable.
No se sí hoy puedo decir que fue lo más bonito, porque no estamos en el límite de comparar el pasado con lo que tenemos ahora, y quiero que lo que venga sea mejor, así que ahorremos eso de fue el más bonito para después. En fin, ese año se llama internado de pregrado, que es el quinto año de etapa universitaria en mi país para ser medico. Es un año obligatorio, formatorio dentro que cualquier medico necesita cursar para poder aspirar a terminar su carrera. Mí año comenzó rápido, como en un instante que cerré los ojos y en dos segundos llegué al 20 de junio del 2011. Para mi fortuna fue la institución que siempre había tenido en la cabeza la que me dio la oportunidad de estar ahí todo el año. Tenía grandes expectativas, también grandes temores, y sobre todo en un inicio mucha inconformidad por la manera en que habíamos sido distribuidos para comenzar nuestra rotación (desde el principio y hasta el final inconforme por las situaciones que no controlo). Mi inicio se remonto a la clínica familiar, tan poco desafiante que creía que nunca tomaría el ritmo del verdadero hospital cuando regresara, pero sin duda fue una prueba de paciencia, que fue con lo que tuve que enfrentarme en todo momento más que el desafío de estar en situaciones de otra materia. Paso el tiempo, y fui el pediatra, temerosamente el pediatra, que se notaba en mi actuar, en mi forma de manejarme y en mi forma de hacer las cosas, ahora era el principio del no dormir, de trabajar por inercia y con una sola mitocondria funcionando en el cuerpo, y creo que todos lo hicimos bien, y logramos sobrevivir, aprender y seguir adelante, creo que en ese momento era muy importante la gente que nos rodeaba porque siempre nos apoyo y nos tomo de la mano todos los días. A las ochos semanas después, me convertí en el urgenciologo, sin duda de las mejores experiencias porque es donde inicia el contacto directo con el paciente, con la realidad, con los tratamientos, y la toma de decisiones, más que saca trabajo eras el tratante, y eso era retador y agradable, aunque también angustiante en el momento que tenía que entregar lo que tenías en el servicio por lo que implicaba explicar y justificar el motivo de los pacientes en urgencia, pero nada que no pudieras hacer o que no te invitara a hacerlo mejor por tu bien y por el que tenía frente a tí. De alguna manera comenzó a hacerse rutinario y fastidioso, electrocadiogramas incontables, sondas incontables, imprudencias, insistencias, exigencias, algo cansado, que te invitaba a dejarlo de lado. Nuestra primera regañada injusta, pero eso no nos salvo, donde se nos obligo a prolongar el ayuno hasta salir del servicio, incluso hasta 17 horas posteriores a tu salida por el hecho de querer salir solo a dormir y a caer en coma profundo que ni los alimentos eran la motivación suficiente para moverte de ese estado de perdida de la respuesta a estimulos.Pero los malos tratos (cabe destacar que descansabamos literalmente en el suelo, peleando por un carton en las enfermeras) pasaron y llego el camino al paraíso. Se llama paraiso el tercer piso, y no por el hecho de tener algo más de tiempo desahogado, sino porque son servicios realmente gloriosos y resolutivos, donde los pacientes no se acumular con cronicidad y por el tiempo que se suma el manejo de las complicaciones al propio manejo (pero hay excepciones claro esta).....
ºººeldattaººº
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